jueves, 26 de enero de 2012

¡Dios nos ponga donde haiga!

El ser juzgado por los iguales es la razón de ser del jurado popular. Que sean tus propios conciudadanos quienes juzguen si tu conducta es reprochable, si está dentro del tipo penal y, por ello, merece un castigo.
Antes que nada que conste mi frontal oposición al jurado. Cuando a uno se le rompe una tubería, llama al fontanero, cuando está enfermo va al médico y no pide opinión sobre si lo está a la portera de su casa. La administración de la justicia, la aplicación del Derecho, no es ningún juego y no puede tampoco quedar en manos de unos ciudadanos desinformados, para quienes la decisión de culpabilidad o inocencia de un reo es un acto extraordinario en su vida, un acto para el que carecen en absoluto de preparación. Por eso siempre se ha dicho que si eres culpable, mejor que te juzgue un jurado y si eres inocente un juez profesional. En ambos casos tus posibilidades de salir con bien son más elevadas.
Pues esto es lo que ha pasado. Nadie que haya asistido al juicio de Camps puede dudar de que él no pagó los famosos trajes. No hay ratero en este país que se haya librado con la mitad de las pruebas acusatorias que se han presentado contra el ex presidente valenciano (en realidad, no hay ratero que se libre con la simple identificación de la víctima). Y sin embargo, el jurado popular, los conciudadanos de Camps como él recalcó, le han declarado inocente (a él y al ridículo niñato pijo de Ricardo Costa –el de los 100 gramos de caviar).
La razón de esta barbaridad jurídica no creo que haya que buscarla sólo en la afinidad política de los jurados, que también. Va mucho más allá y entra en las profundidades de la manera de ser de los españoles, o al menos, dada su procedencia, de los valencianos. Igual que Berlusconi era el fiel reflejo de lo que le gustaría ser al italiano medio, y por eso jamás perdió unas elecciones; del mismo modo que OJ Simpson salió absuelto por un jurado identificado con sus éxitos deportivos pese a la evidencia de que había asesinado a su mujer y su amante; al igual que ellos y muchos otros, Camps se ha convertido en el paradigma de sus convecinos y por eso éstos no pueden condenarle. Revalidados en las urnas sus trapicheos, el jurado popular no podía por menos que considerar, en una mayoría de 5 a 4, que su conducta ha sido honorable.
O que quizás no lo haya sido, pero que ellos también hubieran hecho lo mismo de estar en su posición. Seguramente la distribución de votos en el jurado está en línea con la forma de ser de los ciudadanos de este país (al menos del País Valencià) de pícaros: de cada nueve, cinco se dejaría sobornar o robaría, que viene a ser lo mismo, si tuviera ocasión. Con esta mayoría sociológica de sinvergüenzas, qué podemos esperar de este país.

miércoles, 25 de enero de 2012

La privatización de la Soberanía Nacional.

Era sólo cuestión de tiempo. La aventajada alumna de Margaret Thatcher (esa gran amiga de Pinochet) que tenemos por presidenta de la Comunidad Madrid, la lideresa popular por excelencia, esa mujer “cojonuda”, en palabras de Díaz Ferrán, modelo por otro lado del empresariado español de abolengo, ha dado un definitivo paso adelante.
No conforme con la privatización de cualquier ente público (o sea, nuestro) que pueda repartir beneficios entre sus fieles amigos, ahora toca la soberanía nacional. Así lo ha anunciado sin sonrojo alguno: hará lo que haga falta para que se instalen en Madrid los mafiosos del juego de medio mundo. Gracias a ello se crearán miles de puestos de trabajo, abriéndose dos nuevos nichos de negocio para los emprendedores más decididos: la prostitución y el matonismo. Nuestras hijas e hijos tendrán así un prometedor futuro profesional por delante.
Claro que para ello hay que hacer algún retoque de menor importancia, como cambiar al antojo de los “empresarios” del juego las leyes emanadas del parlamento (nacional o regional). Es la empresa privada la que tiene que tomar el mando y decidir si lo que las leyes, máxima expresión de la soberanía popular, dicen vale o no vale para que ellos puedan hacer negocios a sus anchas y ganar todo el dinero posible. Dinero que sacarán de los bolsillos de los pobres idiotas que todavía creen que se puede ganar contra la banca (del casino, claro).
La privatización del parlamento. ¡Qué gran lección liberalista! ¡Y qué gran ahorro para el ciudadano! En época de recortes como la que vivimos, ¿qué mejor que sustituir las caras e ineficientes cámaras legislativas por un directorio de contables que analice los beneficios y costes económicos de cualquier iniciativa que pueda presentarse y decidir así sobre su aceptación?